Desde hace un tiempo, se ha instalado en España un clima nocivo e irrespirable muy preocupante. Hemos pasado de ser durante décadas un ejemplo de convivencia pacífica y transición modélica para el mundo entero, a convertirnos en un país enfermo con un grave déficit de respeto y cultura democrática.
Y cuando uno reivindica el Estado de Derecho, te miran como si fueses un bicho raro.
En los últimos años, y casi de repente, da la sensación de que todo vale, todo sale gratis, y no pasa nada.
Algunos de nuestros políticos difaman a sus adversarios en la contienda política, con total impunidad, y aquí no pasa nada.
Cualquier concejal, diputado, o cargo electo puede ponerse ante un micrófono y afirmar que fulano o mengano es un ladrón y un corrupto, y aquí no pasa nada.
Algunos periodistas, y otros que sin siquiera serlo se hacen llamar “opinadores”, olvidan su labor de informar y, convirtiéndose en correa de transmisión de cualesquiera intereses, comparecen en tertulias televisivas o se atrincheran tras su ordenador, y pontifican sobre fulano o mengano, afirmando que es un ladrón y un corrupto, y aquí no pasa nada.
De repente, todo el mundo ha olvidado la palabra “presunto”, y cuanto dice el político de turno o el periodista correspondiente, se convierte en dogma de fe que nadie se plantea discutir.
Y luego los ciudadanos, algunos ciudadanos, viendo y oyendo lo que ven y oyen, lo toman como una verdad empírica, y crucifican a la persona en cuestión en las redes sociales.
Es la “pena del telediario”, la nueva justicia popular que impera.
-“Fulano está de corrupción hasta el cuello y se ha llenado los bolsillos con dinero público” -“¿Y tú cómo lo sabes?” -“Lo han dicho en la tele, y lo afirmaba el periodista X. Además, no paran de decirlo en Internet. Está clarísimo”
Hemos olvidado la presunción de inocencia. Y la hemos sustituido por la presunción de culpabilidad. La presunción de corrupción. Porque si hay algunos políticos corruptos, seguro que todos o casi todos lo son. Generalizar sale gratis, y es muy fácil.
Y destruir la honorabilidad de una persona es sencillísimo. Algunas veces, bastan unos días o incluso horas. Restablecerla después, a veces resulta imposible, y otras resulta tan lento, que para cuando se consigue, ya no le importa a nadie.
Existen varios ejemplos con nombres y apellidos, pero no voy a citarlos, porque todos los conocemos, y porque no pretendo defender a nadie. Lo que deseo es defender el Estado de Derecho, vapuleado por unos y otros. Ejemplos de personas que fueron acusados de delitos gravísimos durante años, implacablemente, siendo cabecera de los telediarios durante meses, día si y día también, y después han sido absueltos de todas esas acusaciones por los Tribunales, cuando su honor había quedado por debajo de las suelas de nuestros zapatos.
Tenemos una democracia modélica y un Estado de Derecho con unas leyes que en algunos casos, son las mas avanzadas de Europa. En cuarenta años de democracia, hemos recuperado el tiempo perdido respecto a nuestros vecinos, y nos hemos puesto a su nivel e incluso por delante en materia de derechos y libertades.
Pero ahora parece que todo eso ya no sirve, no vale. La justicia popular, en la que cualquiera se cree con derecho a acusar y condenar públicamente, es mas efectiva.
La consecuencia de todo ello, resulta peligrosa y preocupante. Porque ahora tenemos dos justicias. La que se imparte en las televisiones, en los medios de comunicación, en las redes sociales y en la calle, y la de los Tribunales. La primera es rápida y expeditiva, todo el mundo se cree con derecho a impartirla, y además es irreversible, porque cuando le has destrozado el honor a una persona a la que le has colgado la etiqueta de corrupto o ladrón, sin presunto, ya no hay vuelta atrás. Difama, que algo queda. La otra Justicia, la de verdad, es lenta, está llena de trabas, se pierde entre procedimientos complejos, y finalmente, siempre llega tarde, cuando el daño ya está hecho, cuando el corrupto o ladrón, sin presunto, ya no es noticia, precisamente porque ya todos decidimos en su momento que era corrupto o ladrón, y por tanto, ya poco importa lo que digan los Tribunales.
Este país está enfermo, si.
Gravemente enfermo, cuando un periodista -cuyo nombre no viene al caso- afirma (cito textualmente) “la presunción de inocencia es sólo una regla del proceso penal: consiste en que el fiscal tiene la carga de la prueba. Los medios, no”…“Solo faltaba que en una democracia mediática los periodistas tuviéramos que esperar hasta el Supremo para opinar sobre corruptos y corruptas”.
Y no sólo no pasa nada, sino que la gente lo aplaude.
Efectivamente, vivimos en una democracia mediática, desgraciadamente. En la que son los medios (de información) y las redes sociales, quienes acusan, juzgan y condenan. Efectivamente, algunos periodistas se han olvidado de informar, y se limitan a opinar, de forma sesgada, sin conocimiento y arrimando el ascua a su sardina, unas veces inconscientemente, y otras, las mas, de forma premeditada.
Y no, Señor mío, la presunción de inocencia no es sólo una regla del proceso penal. Es un Derecho Fundamental recogido en el artículo 24 de la Constitución Española, que ampara a todos los ciudadanos en cualquier ámbito y circunstancia. La presunción de inocencia ampara a todos y obliga a todos. A los medios también, obviamente. La presunción de inocencia es un pilar básico del Estado de Derecho, algo por lo que muchos de nuestros padres lucharon durante décadas hasta conseguir que en 1976 se convirtiese en un Derecho de todos. Algunos incluso dieron su vida por ello. La presunción de inocencia es una garantía para todos, porque todos los ciudadanos tienen los mismos derechos ante la ley, ya sea un político presuntamente corrupto, un terrorista sanguinario o ese mismo periodista que pontifica. Todos tienen la seguridad que si son acusados, serán juzgados ante un Tribunal imparcial, independiente y en un proceso con todas las garantías legales, en las que, efectivamente, la carga de la prueba la tiene el Fiscal, y en función de la cual, mientras no se demuestre con pruebas suficientemente consistentes y ante ese Tribunal al que la Constitución le ha otorgado la función de impartir Justicia, esa persona es inocente y lo seguirá siendo, mientras no haya una sentencia que diga lo contrario.
Así que sí, Señor mío. Los periodistas y todos los ciudadanos, deberían, aunque sólo fuese por higiene democrática, esperar a las sentencia de los Tribunales para afirmar que tal o cual persona ha robado o malversado. Porque esa es la esencia del respeto a la presunción de inocencia. Un derecho que todos tenemos, un derecho que anhelamos cuando somos la víctima, pero que olvidamos demasiado fácilmente, cuando el acusado es otro.
Al fin y al cabo, es tan sencillo como tratar a los demás, como uno quisiera que le tratasen si se viese en su tesitura.
Y resulta triste y trágico que tengamos que recordar qué es la presunción de inocencia, precisamente ahora, cuando políticos, periodistas y ciudadanos anónimos, después de hartarse durante meses de acusar públicamente a una persona, a la que ni siquiera los Tribunales habían imputado, ahora, incluso después de muerta, siguen acusándola, quizás porque saben que ya no podrá defenderse.
Es quizás el momento de que muchos reflexionen, y acaso lean la carta que Emile Zola escribió en 1898 al Presidente de la República Francesa a través de un periódico. “J’accuse!” (“Yo acuso”), es un alegato por la presunción de inocencia del Capitan Dreyfus que había sido condenado injustamente, una lección de honestidad, un ejemplo de dignidad.
Mas de un siglo después, aquí todavía no hemos aprendido nada.
Cuando se cumplen cuarenta años de una transición modélica, hoy estamos construyendo una sociedad sectaria y carente de valores. Y también, profundamente injusta y canalla.